El otro día fui a ver Blancanieves
y la leyenda del cazador. Lo mejor: el detalle de las uñas y el
pelo guarro de la protagonista. Lo peor: que es una historia emocionalmente
hueca (reformulando en modo asertivo, debería decir que me dejó fría, pero eso
podría interpretarse como una incapacidad propia para el sentimiento, rollo
psicopatológica, así que prefiero la alternativa políticamente incorrecta).
Sigamos. Para empezar, lo que hay
que entender de esta peli es que, por mucho que nos suene el título, NO es una reinterpretación del cuento de
Blancanieves. Ni de coña. A lo sumo, se aprecian ciertos guiños a
circunstancias, personajes y localizaciones del relato popular, pero se quedan
en un mero anecdotario, y tampoco aportan el golpe de efecto que otros han
conseguido con mucho más acierto (me vienen a la cabeza, evidentemente, las
fantásticas parodias de Shrek). Esa
circunstancia no impide per se que
con esos palos se monte una historia potente, evocadora y con fuerza simbólica.
Pero en este caso no encontré ni el sabor añejo del cuento de hadas, ni la
frescura de una historia original. En conjunto, la peli me pareció una amalgama
de elementos que se apelotonan e impiden detenerse y disfrutar en ningún
detalle. En definitiva, lo que decía:
cero emotividad, cero simbolismo y ni rastro del mito (lo que me ha hecho
recordarlo con fuerza, para compensar, de lo cual saldrá la próxima entrada).
Pero vamos, que no hay ningún
problema. Es una opción válida, y yo pasé un rato agradable, que era de lo que
se trataba. Por lo menos, ése fue el pacto que hice con la peli; lo que ya no
veo tan claro es que ésta de verdad esté libre de toda pretensión modernizadora
y moralizadora, al estilo del lema "muerte
a la princesa pasiva del cuento popular" que tanto me repugna por
miope y por tedioso. Reencauzo, que me desvío fácil con estas cosas. Decía que
me lo pasé bien. Disfruté del
espectáculo visual, sobre todo, y de la buena dosis de entretenimiento inocuo.
Y apenas sentí vergüenza ajena en un par de pasajes. El más punzante fue ese momento de arenga gratuita por parte de
la heroína recién resucitada. Mil veces vista, y por tanto increíblemente
previsible, y muy torpe.
Y con esto llego por fin al
meollo. Mi reacción ante esa escena me hizo luego reflexionar sobre por qué me
molestan estas cosas, cuando soy la reina del revisionado y la relectura. No puede ser el hecho de la REPETICIÓN lo que me irrite. A mí, que
adoro volver una y otra vez sobre las mismas pelis, los mismos capis, los
mismos libros hasta memorizar cada detalle, buscando experimentar las
sensaciones ya vividas, pero en tantas ocasiones sorprendiéndome encontrando
nuevas cosas, y emocionándome cada vez. Y dado que ha salido de nuevo, empiezo
a sospechar que quizás esté ahí el quid.
En la emoción, quiero decir, o en la
ausencia de la misma.
No sé cuál sería la primera
arenga en la historia del cine (supongo que ya habrá ejemplos en la era muda; en
la sonora ya hemos detectado una temprana, un tanto peculiar, eso sí). Pero sí
recuerdo cuál fue la primera de la que fui consciente, que encabezó una
categoría mental nueva en mi clasificación de escenas recurrentes en las historias
de ficción: fue el arrebatado speech
de William Wallace ante su amago de ejército antes de lanzarse a la masacre
(con aquello de "podrán quitarnos
la vida, pero nunca nos quitarán... ¡¡¡LA LIBERTAAAAAD!!!", etc.,
etc.). Oye, pues con todo su histrionismo y completa violación de la regla
clásica de la verosimilitud, me caló hasta los huesos, me hizo reverberar. Y la
cuestión es que todavía lo hace. Después de éste, los “momentos Wallace” me han
ido chirriando cada vez un poquito más, hasta convertirse en un recurso que se
me hace particularmente patético. Pero también ha habido algunas (pocas)
excepciones que me han llegado al corazoncito.
Todo este tema de la repetición de elementos y del conflicto que
puede suponer la imitación con la creatividad me recuerda a una cosa que aprendí
en el museo de Rodin de París. Resulta que el hombre era un firme defensor de creación a base de la repetición. Una
simple mirada por la exposición escultórica del jardín de museo fue suficiente
para comprender a qué se refería.
Aquí Las Puertas del Infierno, su obra inacabada y monumental que “recicla”
varios elementos icónicos del artista (o quizás fuera al revés, y pasaran de
las Puertas a esculturas autónomas,
no lo tengo claro). Allá en el centro del panel superior, encabeza la obra un
reflexivo Dante, que no es otro que el famoso Pensador. En el marco derecho, abajo, los condenados Francesco y
Paola sufren su tormento; pero revestidos de mármol, a mayor escala y con una
posición ligeramente distinta representan El
beso más anhelado y tierno que he visto nunca en una piedra. Y lo mejor,
arriba del todo: las figuras sobre el dintel.
En una triple copia-tirabuzón,
esta composición aparece presidiendo Las
Puertas, como hemos dicho. Forma también un grupo escultórico autónomo a
mayor escala, Tres sombras, como se
ve aquí. Pero además resulta que cada una de las figuras es exactamente la
misma escultura, que colocadas juntas en determinada posición forman una
composición nueva. ¡Y aún hay más! El molde de estos trillizos es también el de
otra escultura previa de Rodin, que en solitario representa a Adán expulsado del Paraíso.
Cuanto menos, hay que reconocer
que como planteamiento pro-eficiencia no tiene desperdicio.
Curiosamente, las tesis de
trabajo de Rodin es perfectamente intercambiable con otra consigna, ésta de un
profesor de marketing que tuve, y que venía a decir prácticamente lo mismo:
"innovar a través de la imitación".
Dogma enfocado esta vez al elemento de consumo, y cuyo mejor exponente según él
era la mismísima Madonna. La diva había sido capaz de generar un
"producto" (prescindamos por ahora de profundizar en ese afán
marketiniano por marketinizarlo todo, muy a lo Risto Mejide) perpetuamente en
renovación, pero que ha conservado siempre intacta su esencia primigenia. Eso
dijo. Yo no digo nada, que tampoco sé mucho, ni de marketing, ni de Madonna.
Aunque viendo la última que ha liado la muchacha en Turquía (sorprendiendo,
fijo que sí -ergo, innovando-, haciendo un glorioso homenaje a otra popera
-ergo, imitando-, y supongo que manteniendo su estilo -o sea, repitiéndose en
cierta forma a sí misma y manteniendo, pues, su esencia), diría que el profe y
Rodin no iban del todo desencaminados... ¿O qué?