Recordó que en realidad ni siquiera
había sido ella quien había decidido independizarse. Fueron las circunstancias
las que la obligaron a huir, y casi sin darse cuenta se vio radicalmente arrancada
del nido originario e inequívocamente reubicada en un nuevo hogar.
Le tenía pavor al bosque. Por eso
nunca se planteó marcharse de casa. Tenía muchísimo miedo, y aunque percibía
que los conjuros de la hechicera le eran cada vez más hostiles, eligió hacerse
ciega a ellos para no tener que adentrarse en la espesura. Pero, al final, no
pudo evitar que todo desembocara precisamente allí.
Un día el delirio de la bruja fue
tal que la niña se vio conducida hasta el bosque para ser anulada definitivamente.
La muerte presionó su pecho, apuntando al corazón. “Tu palpitante y rojo fruto
la alimentará”, dijo el verdugo. Había esperado demasiado tiempo para escapar,
y casi fue irremediable.
Pero, de alguna manera, su verdugo se compadeció de ella, y otra criatura inocente sirvió de sustituta a su blanca carne. La jugosa presa fue triturada en la boca de la madre, y perlas de sangre resbalaron por su finísima barbilla, mientras la hija huía a través del bosque de sus pesadillas.
Al final encontró un nuevo hogar.
Cierto, sus costumbres tuvieron que cambiar a la fuerza; y cierto, sus nuevos
compañeros de vida eran seres improbables y frecuentemente malhumorados. Pero era
su hogar, y era su vida, y era ella construyéndose a golpes de esfuerzo y
voluntad. Se descubrió los ojos, los labios, las manos… como nunca antes los
había sentido: propios. Y se descubrió también asombrosos poderes para jugar con
la realidad y pintar como quisiera el lienzo blanco de posibilidades que se
extendía hacia el horizonte.
De todas formas, todavía estaba
muy verde. Apenas liberada, sólo recientemente consciente de sí misma como ser
autónomo. Una experiencia insuficiente para deshacer la madeja de ignorancia,
ingenuidad e inseguridad de su infancia. Así que a la bruja le fue tan fácil
llegar de nuevo hacia ella…
Todo esto pensó Blancanieves cuando
el único mordisco de esa apetecible manzana se le atascó en la garganta, y sus
labios, rojos como la sangre, su pelo, negro como el ébano, y su piel, blanca
como la nieve, se fueron apagando.
Asfixiada, dolorida y envenenada.