lunes, 24 de octubre de 2011

Las únicas aves...

… que ponen sus huevos en una silla.

Esta es la pregunta (proclamada de forma estentórea) que oí ayer en un rinconcito/observatorio pajaril en el que se suponía que debíamos guardar silencio, por aquello de observar pájaros, que tienen la caprichosa costumbre de no presentarse si hay jaleo sonoro. Los alegres ahuyentadores de aves eran una cuadrilla en la adolescencia tardía de la cincuentena, repletos de recursos tronchantes al más puro estilo gamberro de la clase. Se marcharon pronto, aburridos enseguida, y sólo me molestaron relativamente. A fin de cuentas, tampoco era para cabrearse. Pero es esa manía de ir por la vida con falta de sensibilidad. De empatía.

Empatía (según la wiki: del vocablo griego antiguo εμπαθεια, formado εν, 'en el interior de', y πάθoς, 'sufrimiento, lo que se sufre').

Si hay algo que me haya ayudado a desarrollar esa capacidad - en que la imaginación toma un papel tan relevante - para ponerse en el lugar del otro, para llegar a sentir emociones ajenas, para vivir en el otro e incorporar un prisma nuevo a la visión de las cosas, para tomar en consideración tantas realidades que el posicionamiento unívoco se manifiesta claramente como un absurdo… Si algo me ha ayudado a moverme en esas aguas, como decía, han sido las historias.

Las historias, que tantísimo me gustan y son tan cosa favorita mía, no sólo me llenan en la función horaciana del delectare – que es el verdadero motivo por el que elijo habitarlas –; resulta que también me llevan al campo del docere y así, aprendo cosas (cuestión espinosa ésta de las funciones de la literatura, por otra parte, sobre todo por lo que respecta al universo LIJ), cosas tan interesantes como la empatía que venía mencionando.

Y tanto me han ayudado en esta tarea las historias que, con frecuencia, manejo un discurso de lo más exasperante, para mis interlocutores e incluso para mí misma, que me veo tantas veces incapaz de ofrecer certezas, siendo mi única opinión posible un tenue “no sé, no sé…”.

En el mejor de los casos, sin embargo, esa exasperación rebaja grados y se convierte en motor de (auto)crítica, de búsqueda, de apertura de nuevas vías. Así que considero que la balanza pesa a favor de esos viajes a emotividades ajenas, a pesar de la gran carga de confusión e incertidumbre que acarrean.

Pero claro, es que el entendimiento profundo entre las personas es cosa compleja, e inevitablemente acarrearemos esa maleta de confusiones e incertidumbres en cualquier proceso de aproximación que verdaderamente pretenda eso, aproximarse el uno al otro.

Es éste, sí, un hilo de reflexión del que están tirando con fuerza rabiosa los acontecimientos de los últimos días.

No es éste, no, el txoko en el que quiera desarrollar la infinidad de aristas que se despliegan de tan delicadas disertaciones.

Pero esta mañana he escuchado un fragmento de un poema en el programa de radio Mar de Fueguitos, de la emisora Tas-Tas Irrati Librea.

Unas palabras del poeta palestino Mahmud Darwix, que incluso en la traducción tienen una resonancia bella, evocadora y certera (cómo sería poder entenderlo en su lengua original). Y que aportan unas cuantas ideas de lo que es en realidad ese concepto que desgastamos y maltratamos vía repetición hasta el cansancio del vocablo que lo designa: paz.

Sin intención de hacer extrapolaciones, ni de utilizar sus palabras con fines ideológicos ni para otra cosa que no sea el mero goce de las propias palabras, que solas, por sí mismas, ya bastan, aquí el extracto:

Un país preparado para el alba.
Pronto
los astros dormirán en la lengua de la poesía.
Pronto
despediremos este largo trayecto
y preguntaremos: ¿Por dónde empezar?
Pronto
prevendremos a nuestro bello narciso silvestre
para que no enloquezca con su imagen: no has
servido para el poema, contempla
a las andantes del camino.

¡La paz sea contigo que velas por
el éxtasis de la luz, la luz de la mariposa, en
la noche de este túnel!

¡La paz sea contigo que compartes mi copa
en la negrura de una noche que colma dos asientos:
salud, sombra mía!

La paz es la palabra que atesora el viajero
para el cruce en el camino con el viajero.

La paz es paloma entre dos extraños, zureo compartido
al borde del abismo.

La paz es la añoranza de dos enemigos, que anhelan
bostezar en el andén del hastío.

La paz es el gemido de dos amantes lavándose
a la luz de la luna.

La paz es la disculpa del fuerte ante el
débil de armas —pero de largo alcance.

La paz es partir las espadas ante la belleza
natural, aceptar que el rocío mella el hierro.

La paz es un día plácido, agradable, de pasos
suaves, sin riñas.

La paz es un tren con pasajeros que van
o vienen de excursión por las afueras de la eternidad.

La paz es reconocer, públicamente, la verdad:
¿Qué habéis hecho con el fantasma del asesinado?

La paz es dedicarse a cultivar el jardín:
¿Qué vamos a sembrar de aquí a nada?

La paz es ahuyentar las pupilas
del zorro que seducen a la mujer asustada.

La paz es el ahhh de un agudo sostenido de moaxaja
en el corazón de la guitarra exhausta.

La paz es la elegía a un joven con el corazón destrozado por el lunar
de una mujer, no por una bala o por una bomba.

La paz es cantar a la vida aquí, en la vida,
pulsando la cuerda de una espiga.

El extracto lo he conseguido en este blog, cuya autora ejerce también de traductora.

Ah, por cierto. La respuesta a la pregunta del principio: son el AVElardo y el AVElino.

A mi pesar, el chiste me hizo mucha gracia.

lunes, 17 de octubre de 2011

“¿Esto es real o sólo está pasando en mi cabeza?” Reflexiones prometidas sobre el binomio realidad/fantasía. Parte I.

Al hilo de lo comentando y lo prometido en la entrada del discurso de Jotaká, tomo hoy uno de los hilos (uno solo) de los múltiples que se desprenden de esta madeja engurruñada que es la reflexión en torno al mencionado binomio.

El otro día me preguntaron en qué medida se puede engañar a la mente cuando, por ejemplo, leemos un libro, para hacernos creer que nos está pasando algo que no es real. Hasta qué punto podemos conseguir vivir una experiencia a través de un libro, una peli… (una historia, a fin de cuentas) como si en realidad la estuviéramos viviendo.

Mi respuesta fue que podemos vivirla con la misma o mayor intensidad, porque la imaginación tiene ese poder.

La verdad es que quería entrecomillar “real” y “en realidad” hace dos párrafos (y como quería, y aquí mando yo, pues lo hago ahora), porque, en el fondo, la cuestión de base pasaría por determinar qué entendemos exactamente por esos términos.

En ese sentido, y siguiendo con la respuesta que di, da igual el pretendido “engaño”, que no es tal, por cuanto siempre somos plenamente conscientes de él; pues lo único que importa es lo que se siente al participar de las historias, de esas mentiras.

Ya lo dicen los Blackmore’s Night (en el video): Nothing is real but the way that I feel… En su caso particular, lo que le pasa a la pobre solista es que i feel like going down, down, down…, lo que no parece la más halagüeña de las perspectivas, pero es que el poder destructivo de la imaginación es igual de potente que el creativo, qué le vamos a hacer. Esos son los precios a pagar de los que hablaba la otra vez, y así se construye la balanza, inevitablemente.


Y es cierta, la creo firmemente, es un pilar en mi filosofía vital, la frase del viejo que responde a la pregunta que tomo prestada para el título de mis reflexiones (¿y qué si está pasando sólo en tu cabeza?), y el complemento musical recién mencionado (lo único que importa, lo único que es real, es cómo me siento).

Pero.

Pero… uno de mis mayores terrores de infancia (que se perpetúa a mi lado a través de los años, como la infancia misma) era mi propia versión a lo Matrix de la existencia (¿y si todo lo que vivo no es más que una mentira; si nada – ni NADIE – existe de verdad y todo está sólo en mi cabeza?). Y, joder, qué susto.

O sea… que quizás sí que importe, un poquito, lo que pase en realidad. A veces siento que sí que importa. Porque no es lo mismo caminar por la arena, que caminar por la arena (cuando el resto del mundo, real, existente, es capaz de coincidir contigo en que, efectivamente, estás caminando por la arena). Y quizás esto me importe un poco porque hay otros factores en juego, que no se me escapan, como la necesidad de sentirse reconocida, y aceptada…

Pero más pero.

Pero… en el fondo, el anhelo más profundo, siempre, es SENTIR. Y siento profundamente a través de mis seis sentidos, siendo el sexto, tantas veces, el más poderoso. Ah, ¿que el sexto era la intuición? Entonces me estaba refiriendo al séptimo, que además es un número que se le ajusta más, por las connotaciones místicas. Sí, claro, de qué voy a estar hablando. De la imaginación, de ese arma de destrucción/construcción masiva. De ese bicho ingobernable.

Me viene a la mente una cita del bueno de Stevie (el señor King, se entiende): Un buen escritor es aquél que ha enseñado a su mente a desobedecer. Toma ésa.

Pobre del buen escritor, entonces. Y qué suerte la suya.

martes, 11 de octubre de 2011

Yo también he jugado con lobos; ¿tú no?

Hace unos días hice un paseo en bici hasta un pueblo cercano, con la idea de reencontrarme con las sensaciones que me había dejado la última (y hasta ese momento, única) vez que había pasado por allí (que fue en mi también única experiencia santiaguera hasta la fecha).

Resultó que, excepto la mansa alegría en el jardín del albergue, el resto de las sensaciones óptico-oloríferas ruralmente emotivas estaban completamente desaparecidas. Me costó un buen rato decidir que mi memoria había archivado muy garrafalmente el contenido de la experiencia citada, clasificando sensaciones en el tropo equivocado.

Vamos, que el pueblo que quería revisitar estaba unos cuantos kilómetros más atrás en el camino.

Para compensar la decepción, mi acompañante excursionil me llevó hasta la biblioteca. Y allí el destino me demostró una vez más que tiene un delicado sentido del equilibrio, pues propició mi encuentro con Marcos y sus lobos. No hacía ni 7 días que habíamos visto la versión cinematográfica del relato que tenía entre manos, y tenía muy reciente mi lapidaria sentencia al término de la misma (“deficiente; para este viaje, me habría quedado con el tráiler, que me hace llorar y todo…”).

Pero, en fin, es una historia a la que llevaba tiempo queriendo acercarme. Así que me senté en un puff amarillo encajonado entre estanterías y algún nene lector (por suerte, mi tamaño es muy adaptable al mobiliario de las bibliotecas infantiles), y me zumbé prácticamente un tercio del libro, así, sin apenas ansia ni nada.

Cuando por fin vinieron a remolcarme al mundo ¿real? (la hora de cierre, la visita de mi acompañante, una llamada de socorro desde Escocia… en fin, esos remolques), yo ya estaba atrapada. Y sí, es lo que cuenta (la historia de Marcos fascina en cualquier lenguaje); pero, sobre todo, es cómo se cuenta.

Algunas palabras con las que intentaría describir el estilo magnético: honestidad, ternura, reflexión, autenticidad, frescura, fantasía, inocencia, coherencia, sorpresa, emotividad pura y contenida…

El relato es un viaje junto a y por dentro del personaje. El relato es el personaje. Su voz es la que lo construye todo (esa voz que ha prestado Gabriel Janer Manila a la historia de Marcos), la que lo ocupa todo, la que da sentido a todo. Por encima de todo, esa voz nos narra una lucha constante, no tanto por la supervivencia, sino contra la soledad.

Al fin y al cabo, el propio autor nos lo aclara en el epílogo: ¿qué importa que la tan poco verosímil pero maravillosa amistad entre Marcos y la culebra (y los demás amigos de la sierra) sucediera así en realidad?; lo único que importa es lo que él cree que sucedió, y cómo jugó y jugó (con lobos) para no estar solo (para que no se lo comieran esos lobos voraces de la desesperanza). [No se me escapa el paralelismo con otra pregunta sobre lo que importa o no importa eso que llamamos “realidad”, de la entrada anterior. Qué le vamos a hacer, las obsesiones de cada una son cosa recurrente.]

Aquí Marcos echando unos cánticos con sus amigos.

Y ante ese baile hermoso con sus amigos los animales; con sus pensamientos, que no sabe de dónde le vienen; con el hambre y el ingenio; con la risa y el miedo bajo la tormenta; con la delicia del juego de aguas y palos… era incapaz de mantenerme en el mismo estado emocional: o bien se me encharcaba el alma de pena, o bien se me hinchaba con su felicidad compartida.

Pero no, no más mi voz, sino un poco de la suya (a destacar, que hay tres “peros” poderosos, y en crescendo!):

“La canción era larga y monótona. La cantaba con el lenguaje de los lobos. Hablaba de los peligros que acechan, de los miedos. Del miedo y los temblores que provoca. De los miedos que queremos, de los que nos hacen crecer, de los miedos que nos protegen y de los que nos hacen reír. Hablaba de aquellos miedos que nos hacen compañía. Pero también de la manera que tienen los lobos de entender la vida.”

“Si todo lo que me rodeaba hubiera sido uniforme y sólo yo hubiera sido distinto, quizás me hubiera preocupado, porque habría sido el único extraño. Pero en la montaña la vegetación es diversa y los animales son diferentes. Si entras en un bosque, al primer vistazo todo te parece igual. Sólo ves bosque y piensas: “¡Qué bosque más tupido!” Pero cuando te detienes a mirar cada hoja de los árboles, cada piedra, cada flor, te das cuenta de que no hay nada repetido, que todo es bosque, pero cada parte se diferencia en algo de las demás. Es casi lo mismo que sucede con las personas: como los árboles, todos venimos de las mismas raíces. Pero no hay ni un solo hombre repetido.”

“Apreté los puños y sentí cómo las uñas se me clavaban en la palma de la mano. No sé si eran las uñas de un lobo. Cuando las abrí, me di cuenta de que me había hecho un poco de sangre. Pero la sangre olía a monte bajo, a hierbas salvajes, a viento y a luna clara.”