… que ponen sus huevos en una silla.
Esta es la pregunta (proclamada de forma estentórea) que oí ayer en un rinconcito/observatorio pajaril en el que se suponía que debíamos guardar silencio, por aquello de observar pájaros, que tienen la caprichosa costumbre de no presentarse si hay jaleo sonoro. Los alegres ahuyentadores de aves eran una cuadrilla en la adolescencia tardía de la cincuentena, repletos de recursos tronchantes al más puro estilo gamberro de la clase. Se marcharon pronto, aburridos enseguida, y sólo me molestaron relativamente. A fin de cuentas, tampoco era para cabrearse. Pero es esa manía de ir por la vida con falta de sensibilidad. De empatía.
Empatía (según la wiki: del vocablo griego antiguo εμπαθεια, formado εν, 'en el interior de', y πάθoς, 'sufrimiento, lo que se sufre').
Si hay algo que me haya ayudado a desarrollar esa capacidad - en que la imaginación toma un papel tan relevante - para ponerse en el lugar del otro, para llegar a sentir emociones ajenas, para vivir en el otro e incorporar un prisma nuevo a la visión de las cosas, para tomar en consideración tantas realidades que el posicionamiento unívoco se manifiesta claramente como un absurdo… Si algo me ha ayudado a moverme en esas aguas, como decía, han sido las historias.
Las historias, que tantísimo me gustan y son tan cosa favorita mía, no sólo me llenan en la función horaciana del delectare – que es el verdadero motivo por el que elijo habitarlas –; resulta que también me llevan al campo del docere y así, aprendo cosas (cuestión espinosa ésta de las funciones de la literatura, por otra parte, sobre todo por lo que respecta al universo LIJ), cosas tan interesantes como la empatía que venía mencionando.
Y tanto me han ayudado en esta tarea las historias que, con frecuencia, manejo un discurso de lo más exasperante, para mis interlocutores e incluso para mí misma, que me veo tantas veces incapaz de ofrecer certezas, siendo mi única opinión posible un tenue “no sé, no sé…”.
En el mejor de los casos, sin embargo, esa exasperación rebaja grados y se convierte en motor de (auto)crítica, de búsqueda, de apertura de nuevas vías. Así que considero que la balanza pesa a favor de esos viajes a emotividades ajenas, a pesar de la gran carga de confusión e incertidumbre que acarrean.
Pero claro, es que el entendimiento profundo entre las personas es cosa compleja, e inevitablemente acarrearemos esa maleta de confusiones e incertidumbres en cualquier proceso de aproximación que verdaderamente pretenda eso, aproximarse el uno al otro.
Es éste, sí, un hilo de reflexión del que están tirando con fuerza rabiosa los acontecimientos de los últimos días.
No es éste, no, el txoko en el que quiera desarrollar la infinidad de aristas que se despliegan de tan delicadas disertaciones.
Pero esta mañana he escuchado un fragmento de un poema en el programa de radio Mar de Fueguitos, de la emisora Tas-Tas Irrati Librea.
Unas palabras del poeta palestino Mahmud Darwix, que incluso en la traducción tienen una resonancia bella, evocadora y certera (cómo sería poder entenderlo en su lengua original). Y que aportan unas cuantas ideas de lo que es en realidad ese concepto que desgastamos y maltratamos vía repetición hasta el cansancio del vocablo que lo designa: paz.
Sin intención de hacer extrapolaciones, ni de utilizar sus palabras con fines ideológicos ni para otra cosa que no sea el mero goce de las propias palabras, que solas, por sí mismas, ya bastan, aquí el extracto:
Un país preparado para el alba.
Pronto
los astros dormirán en la lengua de la poesía.
Pronto
despediremos este largo trayecto
y preguntaremos: ¿Por dónde empezar?
Pronto
prevendremos a nuestro bello narciso silvestre
para que no enloquezca con su imagen: no has
servido para el poema, contempla
a las andantes del camino.
¡La paz sea contigo que velas por
el éxtasis de la luz, la luz de la mariposa, en
la noche de este túnel!
¡La paz sea contigo que compartes mi copa
en la negrura de una noche que colma dos asientos:
salud, sombra mía!
La paz es la palabra que atesora el viajero
para el cruce en el camino con el viajero.
La paz es paloma entre dos extraños, zureo compartido
al borde del abismo.
La paz es la añoranza de dos enemigos, que anhelan
bostezar en el andén del hastío.
La paz es el gemido de dos amantes lavándose
a la luz de la luna.
La paz es la disculpa del fuerte ante el
débil de armas —pero de largo alcance.
La paz es partir las espadas ante la belleza
natural, aceptar que el rocío mella el hierro.
La paz es un día plácido, agradable, de pasos
suaves, sin riñas.
La paz es un tren con pasajeros que van
o vienen de excursión por las afueras de la eternidad.
La paz es reconocer, públicamente, la verdad:
¿Qué habéis hecho con el fantasma del asesinado?
La paz es dedicarse a cultivar el jardín:
¿Qué vamos a sembrar de aquí a nada?
La paz es ahuyentar las pupilas
del zorro que seducen a la mujer asustada.
La paz es el ahhh de un agudo sostenido de moaxaja
en el corazón de la guitarra exhausta.
La paz es la elegía a un joven con el corazón destrozado por el lunar
de una mujer, no por una bala o por una bomba.
La paz es cantar a la vida aquí, en la vida,
pulsando la cuerda de una espiga.
El extracto lo he conseguido en este blog, cuya autora ejerce también de traductora.
Ah, por cierto. La respuesta a la pregunta del principio: son el AVElardo y el AVElino.
A mi pesar, el chiste me hizo mucha gracia.
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