Un asesinato con premeditación,
pues; aunque no con alevosía. Eso sí, tendría un terrible agravante, porque a
quien planeo asesinar es a una niña.
Incipientes arrugas en torno a
los ojos me desafían desde mi reflejo en los espejos. Mi cana brilla
desvergonzada y exhibicionista disfrutando de su posición privilegiada en pleno
flequillo. Diciembre languidece entre el vaho y la escarcha, apurando los
últimos tragos del año. Y enero me abre los brazos, como siempre, para acogerme
en mi día del nombre. Sólo que esta vez aguarda con un regalo más pesado que
nunca.
Me precipito sin remedio hacia la
treintena.
La palabra “adulta” se me enreda
en la lengua, no me fluye con naturalidad. No me siento adulta, pero no puedo
ser una niña. Levito en un espacio indeterminado e intermedio que temo que me
atrape. Aunque
ame las fronteras, quizás ahora deba atreverme a cruzar el
puente. Y a asesinar a la niña. Como le dijo Aemon a Jon Nieve:
“Mata al niño y
que nazca el hombre.”
Sólo que... mi niña es testadura
y resistente. Se aferra a mí con una determinación fiera.
Sólo que... quizás no quiera
deshacerme de ella. Quizás no tenga que morir, y pueda caminar conmigo hacia la
otra orilla del puente.
No sé si esa niña es una aliada o
una enemiga. Lo único que sé es que la echaría de menos amargamente si
desapareciera.
Igual todavía encuentre espacio
para ambas...