Asomarme a la lánguida tarde y encontrarme con ellos, atrayendo hacia sí todo el peso de la luz amoratada del crepúsculo, absorbiéndola... Escuchar cómo me devuelven ecos de ollas, pasos, algún grito y algunas plumas batidas... Verlos adustos pero bellos, trágicos pero llenos de ternura, un poco eternos y un poco evanescentes, pues en un instante ya no serán los mismos...
Tenerlos frente a mí, extendiéndose hacia el horizonte, me reconcilia con las ruinas de nuestro reciente desahucio.
Sí señor. Creo que aquí también podemos decir "casa", y sentirnos en ella.
La idílica terraza donde descansa la moza y la que me regala las vistas de los tejados tienen una más que ligera semblanza...
En mi balcón dice "se vende". O decía. Bueno, en realidad el cartel aún está, pero no debería. Porque ya no tiene función alguna. Porque ha cumplido su cometido.
Porque han vendido mi casa.
Entiéndase "mi" en el sentido amplio y no jurídico del término.
Ale, que nos desahucian. Y en vez de quemarme a lo bonzo (siento que tengo que pedir disculpas, de nuevo, por el cinismo), pues he decidido compartir en ese Txokito tan mío una de mis cosas favoritas que tenía en reserva y que viene ahora muy a cuento. Mejor dicho, a canto. A cuento cantado, en realidad. Sí, eso es.
Vamos, que lo que quiero enchufar es unos bertsos.
Bertso (definición propia): Dícese del poema improvisado, cantado y rimado, respetando una estructura determinada, en euskera, que constituye una manifestación cultural de primerísimo orden, y cuya cosmogonía (historia, técnicas de creación, normas, personalidades destacadas de este arte...) me tiene desde hace tiempo en perpetuo y creciente estado de fascinación.
Los bertsos que quiero dejar en el Txoko son la espontánea creación de Jon Maia (bertsolari, cantante, escritor, director de documentales y sí, también el coautor de la canción que puse en esta otra entrada: es el majete que sale cantando al principio del segundo video), con ocasión del concurso de bertsolaris a nivel de Euskal Herria de 2009. Es un súper acontecimiento que se celebra cada cuatro años. O sea, que estoy de suerte, porque éste toca otra vez. Y digo que estoy de suerte porque guardo un recuerdo muy especial de la anterior edición: en gran medida, fue la responsable de sembrar en mí la semillita de esta afición. Además (y esto ya lo cuento en plan extra), fue una edición de cierta relevancia histórica: la edición del relevo generacional y de la "conquista" de la mujer de su estatus como bertsolari, personificada en la ganadora de 2009, Maialen Lujanbio.
Regresando al tema que me traía aquí. Escuché por primera vez estos bertsos de Maia en un programa de radio. Y me hicieron llorar. No hay como ponerme triste para que coja un cariño horroso al causante de mi tristeza, así que localicé el audio y la transcripción, y me los aprendí de memoria. En el colmo de la cursilería, hace no mucho, incluso aventuré una versión en castellano de los mismos.
Situémonos. Imagínate que estas en pie ante unos cuantos miles de personas. Que viene una moza y te dice que tienes que improvisar un poema, en ese momento, para toda esa gente. Y te dice que tienes que ajustarte al siguiente tema: "Estás en el balcón de tu casa, y estás poniendo el cartel de "SE VENDE"". Ale, ¡venga, pues!
Pues bien, esto es lo que salió de la cabeza, el corazón y la boca de Jon Maia.
Y esta es mi versión en castellano, que comparto con miedo de que se juzgue el arte del bertsolari en relación con mi pobre interpretación, pero que creo que puede ayudar a hacerse una idea, a los no euskaldunes, de lo que se cuece cuando se habla de bertsos. He dado menos importancia a la literalidad de la traducción que al respeto de la métrica y la estructura elegida por Maia para componer este pedazo de creación, repito, espontánea.
Este vacío tan hondo que me ha dejado tu muerte
me consume cada día. Mi vida desaparece.
Sé bien que ya no me oyes, y que no volveré a verte,
pero de tu grave risa, resuena el eco en mi mente.
La casa guarda tu aroma; la casa juega y me miente.
Estás grabado en sus muros, pero no puedo tenerte.
En el balcón de esta casa, ¡maldita sea mi suerte!
En vez tus flores rojas, pongo el cartel
de “se vende”.
Suya era la alfombra roja y el edredón de la cama. Montó las estanterías y el mueble para la sala. Cada vez que abro la puerta, me espera un triste fantasma. Nunca lo habría creído cuando compramos la casa. El cáncer abrió esta brecha, una herida que aún sangra. Tengo que huir del recuerdo y del dolor de su falta. Lo supe desde el principio; por fin lo digo en voz alta: Vacía y fría la casa. Vacía y fría mi
alma.
Un hogar no está compuesto de ladrillos y cemento. Un hogar es lo que viven quienes lo gestan por dentro. En los pasillos me pierdo, camino con paso lento. Recuerdo cada caricia; recuerdo cada momento. Por eso hoy, ya vencida, detenido nuestro tiempo, he recogido su ropa y lanzo sus flores al viento. Mi balcón dice “se vende”, pero apenas lo lamento. Quiero que quien me lo compre pueda vivirlo contento.
Pues eso, agradeciendo en el alma que las circunstancias de nuestro abandono sean mucho menos trágicas, yo también quiero que, quien la haya comprado, sea feliz en ella.
Ay, qué gracia. Acabo de ver en la calle, sentadito al lado del semáforo más concurrido por el que paso cada día, a un hombre ejerciendo de mendigo con el siguiente mensaje en el tradicional cartel (tradicional el cartel, no el mensaje):
"QUIERO VOLVER A MI PAÍS. UNA AYUDA, POR FAVOR."
Me han pasado por la mente estas cuatro cosas:
1. He visualizado al hombre haciendo cola junto con otros compis de oficio, esperando las instrucciones para la labor del día por parte del organizador de su cuadrilla mendicante. Todo muy rollo Dickens.
2. Me he imaginado su cara de sorpresa al recibir el cartel con el que tendría que posar hoy. Y al jefe explicándole: "Verás, es que según el último estudio de mercado, éste es el slogan que lo peta de verdad".
3. Luego, he adivinado el cumplimiento de la profecía marketiniana, el éxito del mensaje. Viandantes muy hechos ya a ignorar las llamadas del tipo "por favor, tengo haaaaambre y quince hijos, ocho de ellos con mutilaciones severas", pero encantados de soltar choja para facturar a inmigrantes de vuelta a su... bueno, fuera de su vista, simplemente. De hecho, es un chiste, ¿no? Me refiero a que creo que he oído ese chiste de un ciego que pide en la calle, y que viene un espontáneo y le planta una cartel que dice "me faltan 10 euros para el billete de vuelta a..." y el ciego va y se forra.
4. Por último, se me ha ocurrido pensar que la estrategia comercial podría perfectamente no ser tal. O sea, que el buen hombre efectivamente podría querer pirarse cuanto antes de aquí. Es que, de hecho, podría perfectamente no ser inmigrante y estar muriéndose de ganas de marcharse rapidito. Joder, podría ser cualquiera de esos viandantes de antes, que en realidad no quieren mandar a gente de vuelta a sus lugares de origen, sino salir del suyo. O del nuestro. De aquí mismo, vamos.
En mi transcurso por la narrativa juvenil publicada en 2012, me he encontrado con (muchas cosas; tantas que me resultará muy difícil procesar todo lo que estoy absorbiendo, pero, entre ellas, me ha sorprendido especialmente) una muestra nada desdeñable de extractos que aluden directamente a la experimentación de sensaciones de angustia o ansiedad.
Aquí va uno de ellos (la confesión, más adelante):
PERDIDA EN EL ESPACIO
Mi padre nos llevó a Matthew y a mí a Disney World el verano
después de la separación, el verano antes de que yo empezara bachillerato.
Tenía 14 años.
Sufrí un ataque de pánico en la nave espacial Tierra. Algo
acerca del trayecto, y el viaje a través de 40.000 años -los egipcios, los
romanos, el futuro-, me hizo pensar que todos éramos pequeños, insignificantes,
que aunque fingíamos que nuestras vidas importaban, en realidad, éramos
irrelevantes. Todo se termina. Los años. Las generaciones. Las civilizaciones.
Todo el mundo se muere. Me asomé por el borde de la atracción y no vi más que
un agujero negro, sin fondo. Si mis padres podían romper, ya nada era para
siempre. Nada era indestructible. Todo estaba condenado. Al respirar, notaba
como si unos cuchillos se me clavaran en las costillas.
De vuelta a la luz del sol, la sensación empeoró. Había
gente por todas partes, desconocida, y yo era tan insignificante, tan inútil.
Todo carecía de sentido. Estaba perdida, como el globo desinflado que se
desploma antes de elevarse al cielo. Por la noche, en el hotel, no podía dejar
de llorar. Traté de amortiguar mis sollozos con la almohada para que mi hermano
y mi padre no me oyeran."
Diez cosas que hicimos (y que probablemente no deberíamos haber hecho)
Sarah Mlynowski
La cosa es que leerlo funcionó en mi cabeza como un resorte automático que me teletransportó al vívido recuerdo de una situación muy parecida:
Era incapaz de entender por qué, pero desde que llegamos, todo iba mal. Mi cabeza iba mal, y no sabía cómo arreglarla.
Mis padres me habían llevado a la Expo a pasar unos días. La noche de la llegada estuvimos paseando por Sevilla y fuimos a cenar a un restaurante.
Surgió de manera repentina durante el paseo, como un fogonazo devastador que lo arrasó todo: la eternidad. En episodios previos ya había experimentado horrores de tipo trascendental; la idea de la muerte me acosaba con una crueldad feroz, pero yo y mi miedo ancestral habíamos llegado a buenos términos gracias a mi educación católica. Y así, con ese pacto, iba tirando. Hasta que llegamos a Sevilla y el verdadero significado de "eterno" me dio un bofetón en toda la psique. La angustia crecía en círculos concéntricos ahogándolo todo, dejando sólo ese terror espeso ante la desesperación absoluta de saberme sin remedio posible. No quería dejar de existir nunca, pero no podía concebir ni soportar la idea de no acabar de hacerlo... nunca... nunca jamás... jamás de los jamases.
Me sentía horriblemente mal, y además horriblemente culpable por sentirme tan horriblemente mal. Apenas pude comer nada en la cena. Y la situación se perpetuó durante todo el viaje.
Creo que en cierto momento se desvaneció el pensamiento obsesivo que lo había generado todo, pero la angustia persistió con ganas. Recuerdo las vomitonas y el asco profundo que cogí a los bocadillos de salchichón (que mis padres, en aquellos esforzados años, tangaban del buffet del desayuno del hotel) y a los zumos de naranja que mi madre me hacía tomar para hidratarme.
Recuerdo también el alivio que sentí el día que fuimos a comer al restaurante portugués y en mi plato apareció una deliciosa y suavecísima tortilla francesa (aprecio la incongruencia gastronómica, sí). Y el alivio, más pleno, cuando subimos los tres a una plataforma que se elevaba para mostrar la panorámica del parque. Era de noche, y de pronto vino la calma, y suspiré y dije: "Ahora estoy bien, gracias". Y el alivio cuando me di cuenta de que me estaba riendo, riendo de verdad, porque mi madre empezó a imitar el acento de unas señoras inglesas hiperexcitadas ante la visión de unos "choriiiitos" de agua.
Pero sobre todo me acuerdo de que, visitando uno de los pabellones, habían montado una exhibición para simular el fondo del mar, de modo que tú ibas caminado por una superficie transparante y bajo tus pies se dispersaban restos de naufragios, y yo dije en alto: "menos mal que no han puesto cadáveres"; y mi madre le dijo a mi padre: "pero, ¿no se le podía ocurrir decir otra cosa?; ¿qué le pasa?".
En fin, qué quieres, tenía 9 años y estaba aterrorizada.
Con ocasión de la última bibliocita, y también de mi recién inaugurada obsesión por la novela de Chbosky, Las ventajas de ser un marginado, dejo aquí esta micro-reseña, que va completando la lista aquella...
Holden Caulfield, un joven de 16
años harto de todo, es expulsado de su colegio privado unos días antes de las
vacaciones de Navidad. Tras un altercado con un compañero, decide marcharse del
colegio inmediatamente; sin embargo, tampoco quiere ir a su casa. En su camino
a ninguna parte, se va topando con diversos personajes y facetas de la
sociedad, presentados a través de su visión desencantada, cínica y hastiada.
J.D. Salinger construye un
personaje inolvidable que relata su historia en primera persona y con un
discurso muy cercano a la oralidad y al carácter del narrador, con expresiones
coloquiales, repeticiones, alteraciones en la estructura narrativa e
introducción de reflexiones en ocasiones incoherentes. Los diálogos contribuyen
igualmente a generar esa impresión de realismo casi grosero. Todo en favor de
la verosimilitud de Holden, un joven marginal,
que experimenta una nostalgia atroz por la infancia perdida e idealizada, y
profundamente deprimido ante la perspectiva de convertirse en adulto y formar
parte de ese mundo feo, cruel y amargo.
¡De pronto empezó a llover a cántaros! (...)
No me importó. De pronto me sentía feliz viendo a Phoebe girar y girar.
Si quieren que les diga la verdad, me sentí tan contento que estuve a
punto de gritar. No sé por qué. Sólo porque estaba tan guapa con su
abrigo azul dando vueltas y vueltas sin parar. ¡Cuánto me habría gustado
que la hubieran visto así!
No tardan en saber que van a crecer y Wendy lo supo de la siguiente manera.
Un día, cuando tenía dos años, estaba jugando en un jardín, arrancó una flor
más y corrió hasta su madre con ella. Supongo que debía de estar encantadora,
ya que la señora Darling se llevó la mano al corazón y exclamó:
-¡Oh, por qué no podrás quedarte así para siempre!
No hablaron más del asunto, pero desde entonces Wendy supo que tenía que
crecer. Siempre se sabe eso a partir de los dos años. Los dos años marcan el
principio del fin.