martes, 11 de octubre de 2011

Yo también he jugado con lobos; ¿tú no?

Hace unos días hice un paseo en bici hasta un pueblo cercano, con la idea de reencontrarme con las sensaciones que me había dejado la última (y hasta ese momento, única) vez que había pasado por allí (que fue en mi también única experiencia santiaguera hasta la fecha).

Resultó que, excepto la mansa alegría en el jardín del albergue, el resto de las sensaciones óptico-oloríferas ruralmente emotivas estaban completamente desaparecidas. Me costó un buen rato decidir que mi memoria había archivado muy garrafalmente el contenido de la experiencia citada, clasificando sensaciones en el tropo equivocado.

Vamos, que el pueblo que quería revisitar estaba unos cuantos kilómetros más atrás en el camino.

Para compensar la decepción, mi acompañante excursionil me llevó hasta la biblioteca. Y allí el destino me demostró una vez más que tiene un delicado sentido del equilibrio, pues propició mi encuentro con Marcos y sus lobos. No hacía ni 7 días que habíamos visto la versión cinematográfica del relato que tenía entre manos, y tenía muy reciente mi lapidaria sentencia al término de la misma (“deficiente; para este viaje, me habría quedado con el tráiler, que me hace llorar y todo…”).

Pero, en fin, es una historia a la que llevaba tiempo queriendo acercarme. Así que me senté en un puff amarillo encajonado entre estanterías y algún nene lector (por suerte, mi tamaño es muy adaptable al mobiliario de las bibliotecas infantiles), y me zumbé prácticamente un tercio del libro, así, sin apenas ansia ni nada.

Cuando por fin vinieron a remolcarme al mundo ¿real? (la hora de cierre, la visita de mi acompañante, una llamada de socorro desde Escocia… en fin, esos remolques), yo ya estaba atrapada. Y sí, es lo que cuenta (la historia de Marcos fascina en cualquier lenguaje); pero, sobre todo, es cómo se cuenta.

Algunas palabras con las que intentaría describir el estilo magnético: honestidad, ternura, reflexión, autenticidad, frescura, fantasía, inocencia, coherencia, sorpresa, emotividad pura y contenida…

El relato es un viaje junto a y por dentro del personaje. El relato es el personaje. Su voz es la que lo construye todo (esa voz que ha prestado Gabriel Janer Manila a la historia de Marcos), la que lo ocupa todo, la que da sentido a todo. Por encima de todo, esa voz nos narra una lucha constante, no tanto por la supervivencia, sino contra la soledad.

Al fin y al cabo, el propio autor nos lo aclara en el epílogo: ¿qué importa que la tan poco verosímil pero maravillosa amistad entre Marcos y la culebra (y los demás amigos de la sierra) sucediera así en realidad?; lo único que importa es lo que él cree que sucedió, y cómo jugó y jugó (con lobos) para no estar solo (para que no se lo comieran esos lobos voraces de la desesperanza). [No se me escapa el paralelismo con otra pregunta sobre lo que importa o no importa eso que llamamos “realidad”, de la entrada anterior. Qué le vamos a hacer, las obsesiones de cada una son cosa recurrente.]

Aquí Marcos echando unos cánticos con sus amigos.

Y ante ese baile hermoso con sus amigos los animales; con sus pensamientos, que no sabe de dónde le vienen; con el hambre y el ingenio; con la risa y el miedo bajo la tormenta; con la delicia del juego de aguas y palos… era incapaz de mantenerme en el mismo estado emocional: o bien se me encharcaba el alma de pena, o bien se me hinchaba con su felicidad compartida.

Pero no, no más mi voz, sino un poco de la suya (a destacar, que hay tres “peros” poderosos, y en crescendo!):

“La canción era larga y monótona. La cantaba con el lenguaje de los lobos. Hablaba de los peligros que acechan, de los miedos. Del miedo y los temblores que provoca. De los miedos que queremos, de los que nos hacen crecer, de los miedos que nos protegen y de los que nos hacen reír. Hablaba de aquellos miedos que nos hacen compañía. Pero también de la manera que tienen los lobos de entender la vida.”

“Si todo lo que me rodeaba hubiera sido uniforme y sólo yo hubiera sido distinto, quizás me hubiera preocupado, porque habría sido el único extraño. Pero en la montaña la vegetación es diversa y los animales son diferentes. Si entras en un bosque, al primer vistazo todo te parece igual. Sólo ves bosque y piensas: “¡Qué bosque más tupido!” Pero cuando te detienes a mirar cada hoja de los árboles, cada piedra, cada flor, te das cuenta de que no hay nada repetido, que todo es bosque, pero cada parte se diferencia en algo de las demás. Es casi lo mismo que sucede con las personas: como los árboles, todos venimos de las mismas raíces. Pero no hay ni un solo hombre repetido.”

“Apreté los puños y sentí cómo las uñas se me clavaban en la palma de la mano. No sé si eran las uñas de un lobo. Cuando las abrí, me di cuenta de que me había hecho un poco de sangre. Pero la sangre olía a monte bajo, a hierbas salvajes, a viento y a luna clara.”

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