Tengo problemas de ansiedad. Desde hace bastante tiempo.
La primera vez que fui a terapia, me dijeron que las piezas
de mi puzle se habían movido y que tendríamos que trabajar en recolocarlas. Yo
no entendía nada. Mi vida estaba bien, todo estaba bien. Yo estaba bien. Sólo
era esa horrible asfixia negra que me engullía, inexplicable, venida de ninguna
parte y que no tenía nada que ver conmigo. Se lo expliqué a la psicóloga. Ella
me dijo que mi ansiedad era un síntoma y que el trabajo con ella no consistía en
hacer desaparecer ese síntoma, sino en mirar hacia atrás, más allá. Me resistí
durante un tiempo a aceptar esa perspectiva. Lo que yo necesitaba, me decía,
era entender cómo apagar el interruptor de esa parte de mi cerebro que activaba
los horrores. Porque por lo demás, claramente, todo estaba bien.
Ha pasado mucho tiempo desde entonces, y mis
interpretaciones sobre mi ansiedad han sido muchas, variadas y elaboradas. A
grandes rasgos, he pasado de verla como un incordio inconexo con mi vida, como
una especie de epilepsia, a considerarla algo así como una señal de alerta.
Como un (despiadado) toque de atención. Probablemente, si no fuera tan
desagradable, ni siquiera haría caso. Todavía la aborrezco, la temo, y mi
primer instinto suele ser rehuirla cada vez que hace amago de presentarse.
Pero, a veces, en retrospectiva, casi llego a sentir... gratitud. Porque sus
dedos crueles me han arrancado unas cuantas veces del inmovilismo emocional, y
me han obligado a mirar las piezas del puzle. A mirarme. Y a darme cuenta de que, efectivamente, no todo
estaba tan bien como pensaba.
Tengo una naturaleza profundamente hedonista, y la tentación
de mirar para otro lado, de odiar mi síntoma y desear ahogarlo persiste. Sin
embargo, he comprobado cómo esa actitud, la mayoría de las veces, no hace más
que reforzar su poder terrible. El deseo de escapar de la ansiedad me propulsa
hacia una carrera frenética que alimenta el ciclo del miedo y me deja exhausta
y vencida y aterrorizada. El camino duro ha demostrado ser mucho más beneficioso.
Y, curiosamente, después de haber optado por la vía difícil una vez, y otra
vez, y otra, el camino se hace más amable, más gratificante, más apetecible. Y
el trabajo de tomar, palpar, recolocar y volver a coger y volver a recolocar
las piezas del puzle se hace llevadero. Y bastante revelador.
Hace dos años y medio, tras una nueva crisis particularmente
desagradable, decidí intentarlo otra vez con la terapia. Era la tercera vez.
Quizás fue porque existía un trabajo previo por mi parte y una predisposición
honesta a entender lo que me pasaba. Quizás fue porque Ana supo medirme y
aproximarse con una comprensión genuina. Seguramente fue por una mezcla de todo
ello, pero el caso es que esa vez sentí una conexión con la terapia que no
había sentido antes. Y eso favoreció un compromiso por mi parte. El compromiso
de aceptar jugar con las piezas del puzle.
Durante dos años estuvimos montando y desmontando ese puzle.
No está acabado, por supuesto. No creo que nunca lo esté. Pero no importa.
Porque en ese tiempo he aprendido a sentirme cómoda con el tacto de las piezas,
me he familiarizado con sus aristas y con el sonido que hacen al encajar o al
soltarse. He visto cómo el aspecto de una pieza se altera al cambiar de sitio.
Cómo el cuadro no dice lo mismo desde diferentes perspectivas. Cómo los huecos
también cuentan su historia.
Al principio de la terapia, pasamos muchas sesiones (Ana
dice que no fueron tantas, pero mí se me hizo un periodo asombrosamente largo)
trabajando con cierta parte del puzle a la que nunca había prestado demasiada
atención. Me sorprendió lo que vi. Esas piezas encajaban en superficie
llamativamente amplia. ¡Estaban por todas partes! Eran muy importantes. Y yo
sin hacerles caso. O eso creía. Porque después me di cuenta de que, de alguna
manera, con mayor o menor intención, siempre había estado jugando con ellas.
Pero en ese momento, además, entendí la relevancia de hacerlo de forma
consciente.
Ésa es, en definitiva, una de las grandes conclusiones que
puedo sacar de mi trabajo en la terapia: la importancia de la intención, del
ser consciente. Se trata básicamente de una cuestión de actitud, de un estado
de atención que permeabilice la percepción. De ser receptiva a lo que mis
acciones, mis pensamientos, mis reacciones... me estén diciendo de mí misma y
de mi relación con el mundo. De estar dispuesta a entenderme en mi complejidad
y de tener una infinita paciencia y amor hacia mí misma. Y, sí, también hacia
los demás. Pero sobre todo, hacia mí misma.
No es algo que se escuche demasiado, ¿verdad? Eso de, ante
todo, ten amor y paciencia hacia ti misma. Deberíamos sentirnos cómodos con esa
idea, creo.
Lo que he aprendido, lo que he vivido gracias a estas
experiencias me ha hecho bien. Me ha hecho daño también, sí, pero me ha hecho
bien. Porque me ha reconciliado con aspectos de mí que son esenciales. No ha
acabado, por supuesto. No creo que la ansiedad, esa alarma brutal y muchas
veces aparentemente vacía de sentido, deje de hacerme visitas ocasionales. Y no
creo que pueda resistirme siempre al deseo de huir, de cerrarle la puerta.
Seguramente, me perseguirá y me golpeará y me hará daño. Y se me olvidará, a
veces, cómo se hacía para jugar con el puzle.
Por ahora, no me preocupo por esas eventualidades. Es sólo
el proceso de vivir, de crecer, de aprender a sentirme como la persona que soy.
De entender que la vida es precisamente eso, vivir, y que el dolor puede
parecer un enemigo cruel e insuperable, pero que no lo es.
Y, bueno, si llega (cuando llegue), y si lo he olvidado...
simplemente aprenderé de nuevo.