jueves, 30 de octubre de 2014

La vía difícil y amarse profundamente



Tengo problemas de ansiedad. Desde hace bastante tiempo.

La primera vez que fui a terapia, me dijeron que las piezas de mi puzle se habían movido y que tendríamos que trabajar en recolocarlas. Yo no entendía nada. Mi vida estaba bien, todo estaba bien. Yo estaba bien. Sólo era esa horrible asfixia negra que me engullía, inexplicable, venida de ninguna parte y que no tenía nada que ver conmigo. Se lo expliqué a la psicóloga. Ella me dijo que mi ansiedad era un síntoma y que el trabajo con ella no consistía en hacer desaparecer ese síntoma, sino en mirar hacia atrás, más allá. Me resistí durante un tiempo a aceptar esa perspectiva. Lo que yo necesitaba, me decía, era entender cómo apagar el interruptor de esa parte de mi cerebro que activaba los horrores. Porque por lo demás, claramente, todo estaba bien.

Ha pasado mucho tiempo desde entonces, y mis interpretaciones sobre mi ansiedad han sido muchas, variadas y elaboradas. A grandes rasgos, he pasado de verla como un incordio inconexo con mi vida, como una especie de epilepsia, a considerarla algo así como una señal de alerta. Como un (despiadado) toque de atención. Probablemente, si no fuera tan desagradable, ni siquiera haría caso. Todavía la aborrezco, la temo, y mi primer instinto suele ser rehuirla cada vez que hace amago de presentarse. Pero, a veces, en retrospectiva, casi llego a sentir... gratitud. Porque sus dedos crueles me han arrancado unas cuantas veces del inmovilismo emocional, y me han obligado a mirar las piezas del puzle. A mirarme. Y  a darme cuenta de que, efectivamente, no todo estaba tan bien como pensaba.

Tengo una naturaleza profundamente hedonista, y la tentación de mirar para otro lado, de odiar mi síntoma y desear ahogarlo persiste. Sin embargo, he comprobado cómo esa actitud, la mayoría de las veces, no hace más que reforzar su poder terrible. El deseo de escapar de la ansiedad me propulsa hacia una carrera frenética que alimenta el ciclo del miedo y me deja exhausta y vencida y aterrorizada. El camino duro ha demostrado ser mucho más beneficioso. Y, curiosamente, después de haber optado por la vía difícil una vez, y otra vez, y otra, el camino se hace más amable, más gratificante, más apetecible. Y el trabajo de tomar, palpar, recolocar y volver a coger y volver a recolocar las piezas del puzle se hace llevadero. Y bastante revelador.


Hace dos años y medio, tras una nueva crisis particularmente desagradable, decidí intentarlo otra vez con la terapia. Era la tercera vez. Quizás fue porque existía un trabajo previo por mi parte y una predisposición honesta a entender lo que me pasaba. Quizás fue porque Ana supo medirme y aproximarse con una comprensión genuina. Seguramente fue por una mezcla de todo ello, pero el caso es que esa vez sentí una conexión con la terapia que no había sentido antes. Y eso favoreció un compromiso por mi parte. El compromiso de aceptar jugar con las piezas del puzle.

Durante dos años estuvimos montando y desmontando ese puzle. No está acabado, por supuesto. No creo que nunca lo esté. Pero no importa. Porque en ese tiempo he aprendido a sentirme cómoda con el tacto de las piezas, me he familiarizado con sus aristas y con el sonido que hacen al encajar o al soltarse. He visto cómo el aspecto de una pieza se altera al cambiar de sitio. Cómo el cuadro no dice lo mismo desde diferentes perspectivas. Cómo los huecos también cuentan su historia.


Al principio de la terapia, pasamos muchas sesiones (Ana dice que no fueron tantas, pero mí se me hizo un periodo asombrosamente largo) trabajando con cierta parte del puzle a la que nunca había prestado demasiada atención. Me sorprendió lo que vi. Esas piezas encajaban en superficie llamativamente amplia. ¡Estaban por todas partes! Eran muy importantes. Y yo sin hacerles caso. O eso creía. Porque después me di cuenta de que, de alguna manera, con mayor o menor intención, siempre había estado jugando con ellas. Pero en ese momento, además, entendí la relevancia de hacerlo de forma consciente.

Ésa es, en definitiva, una de las grandes conclusiones que puedo sacar de mi trabajo en la terapia: la importancia de la intención, del ser consciente. Se trata básicamente de una cuestión de actitud, de un estado de atención que permeabilice la percepción. De ser receptiva a lo que mis acciones, mis pensamientos, mis reacciones... me estén diciendo de mí misma y de mi relación con el mundo. De estar dispuesta a entenderme en mi complejidad y de tener una infinita paciencia y amor hacia mí misma. Y, sí, también hacia los demás. Pero sobre todo, hacia mí misma.

No es algo que se escuche demasiado, ¿verdad? Eso de, ante todo, ten amor y paciencia hacia ti misma. Deberíamos sentirnos cómodos con esa idea, creo.

Lo que he aprendido, lo que he vivido gracias a estas experiencias me ha hecho bien. Me ha hecho daño también, sí, pero me ha hecho bien. Porque me ha reconciliado con aspectos de mí que son esenciales. No ha acabado, por supuesto. No creo que la ansiedad, esa alarma brutal y muchas veces aparentemente vacía de sentido, deje de hacerme visitas ocasionales. Y no creo que pueda resistirme siempre al deseo de huir, de cerrarle la puerta. Seguramente, me perseguirá y me golpeará y me hará daño. Y se me olvidará, a veces, cómo se hacía para jugar con el puzle.

Por ahora, no me preocupo por esas eventualidades. Es sólo el proceso de vivir, de crecer, de aprender a sentirme como la persona que soy. De entender que la vida es precisamente eso, vivir, y que el dolor puede parecer un enemigo cruel e insuperable, pero que no lo es.


Y, bueno, si llega (cuando llegue), y si lo he olvidado... simplemente aprenderé de nuevo.

2 comentarios:

  1. Gracias por ponerle palabras a ese sinvivir que yo también y tan bien conozco :)
    Menos mal que siempre encontramos something to sing about ;)
    Un superabrazo

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    1. Y aunque no sepamos where do we go from here, y a veces sólo podamos go through the motions... en el fondo, what's in this world that we can't weather?

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