“Doce hermanas cóncavas, negras y secas. Su olor me empapa el paladar de una savia espesa y dulce. Las doce con antorchas y en procesión, con su paso errático, pero dirigiendo hacia mí, todas, inequívocamente, su aliento incandescente.
Me cercan. Me devoran. Las conozco, son mis antiguas, mis perpetuas. Cada noche, mis sublimadoras.
Pero hoy las he olvidado, y su funesta marcha me ha sobrecogido todas las fibras al surgir de la boca de la noche. Tan majestuosas, tan inesperadas y tan exactas.
Ya las siento abalanzarse, hambrientas y precisas y despiadadas. Huyo. Me vuelo en una carrera enloquecida mientas las siento prendidas del pelo, del cuello, de los brazos, de la cintura, haciendo de los jirones su trofeos. De la primera a la última, todas son certeras en sus golpes. De una en una, aúllan su solemne melodía.
Huyo, no para escapar de ellas; huyo para que el ritual culmine al negro abrigo de la noche. Ya me detengo y me abandono, mirando cómo se desvanece la duodécima hermana llevándose mi última gloria.
Pero no… Hoy… un resplandor a mis pies baila con la luz de la luna. Hoy… no se llevaron todo. Un zapato solitario me hace guiños desde abajo, señalándome la ausencia de su gemelo; perdido, no en las garras de las doce, no; perdido en la huída.”
Pues bueno, ésta era mi deconstrucción del cuento de Perrault (o de los Grimm, si te va más el pedi-gore). Fue una improvisación algo loca que escribí hace un tiempo al calor de la impresión que me provoca ese momento particular de la historia. Es una imagen muy potente y muy evocadora: la joven que huye y el tiempo que (re)torna en harapos el bello vestido. Es muy decadente, un tanto barroca en la reinterpretación del viejo tópico del carpe diem, tan llena de dolor y desengaño. Pero bonita. Preciosa, vamos.
Supongo que lo que quiero decir es que el pasaje de las campanadas es MI elemento icónico del cuento. Pero hay otros.
Blanca Álvarez, por ejemplo, en un artículo publicado en el número 216 de la revista CLIJ, hace gravitar la historia en torno a la pérdida del zapato de cristal, entendido como la prenda que la chica ha de pagar (una prenda muy especial que es más bien una parte de sí misma) para que pueda ser encontrada (reconocida) en su realidad y finalmente transformada en la imagen proyectada en la mente del otro a través de tan refinada pieza. Así, “Cenicienta representa el ideal de un sueño que tan sólo habita en la imaginación del otro”. Vamos, que, según entiendo yo esta interpretación, en realidad lo que hace es perderse a sí misma para poder acceder a un status deseado, o a su destino, pero en el que sólo será vista como reflejo de la imagen deseada del que mira. Buena idea no parece.
Sheldon Cashdan, en su libro La bruja debe morir, identifica el motivo principal de varios cuentos populares con uno de los siete pecados capitales; en este caso, la envidia. La de las simpáticas hermanastras de Cenicienta, que por aquello de verla tan bonita y tan dulce, prueban a martirizarla, a ver si así se sienten mejor… En línea similar las aportaciones psicoanalíticas del bueno de Bruno, que centra el tono del cuento en el sufrimiento originado por la rivalidad fraterna (añadiendo un poco de complejo de Edipo a la salsa, como no podía ser menos).
En fin, cada uno con su rollo. Yo ya he explicado por dónde tira el mío. Al principio, entendía que era pura fascinación por lo bello y lo terrible de la imagen de esa carrera por intentar escapar del tiempo desgarrador. Recientemente hice una lectura alternativa del momento previo a esa huida. El momento de alivio regalado, una tregua de unos pocos instantes concedidos para descansar de todos los horrores con los que nos enfrentamos. Esos pocos instantes y luego… se acabó; de nuevo a la lucha. Vienen las doce hermanas, las sublimadoras, de las que no podemos huir por mucho que corramos, a arrancarnos el regalo, que nunca fue nuestro del todo, pero cuya temporalidad olvidamos tan fácilmente al sentirnos… bien. Se acabó, sí. Pero hubo un alivio. Y habrá otro. Y otro más. Y al final, si conseguimos emparejar los zapatitos de cristal, quizás conquistemos una victoria sobre el horror más duradera. Quién sabe…
La imagen es ya famosa por los círculos cibernéticos. En principio, la serie Twisted Pricess fue idea del artista Jeffrey Thomas; pero esta versión (que he sacado de deviantART) es una colaboración con Omri Koresh, y me parece que el efecto es mucho más inquietante…
Por cierto, este rescate de mi deconstrucción ha venido impulsado por el reciente descubrimiento del libro de Blanca Álvarez, La verdadera historia de los cuentos populares, una recopilación de los artículos que publicó en la revista CLIJ entre 2006 y 2010. Me ha removido el tema éste de la huella profunda que nos dejan las historias del folklore, y me ha animado a seguir con reflexiones propias sobre ello. De ahí la latina I de función ordinal en el título. A mi ritmo, claro, pero llegarán más entradas.
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