Mis primeros paseos en Pamplona
fueron muy especiales. Eran tiempos de descubrimiento. Empezaba a descubrir al
que camina junto a mí y también la ciudad que me acogería más tarde. En el
proceso, surgieron sorpresas. Buenas, en su mayoría. La ciudad (también el
caminante, claro, pero eso es otra historia) se me fue desenvolviendo, coqueta
y misteriosa, y me fue haciendo partícipe de sus prodigios.
Piedras, luces, rostros,
olores... Rincones que se abrían como un secreto y que nunca habría imaginado
que pudieran existir ahí, en el centro mismo de un paisaje urbano.
Uno de ellos:
Cruzo las murallas por el Portal
de Francia, paso de peregrinos y resorte automático para mi imaginación, que me
viste enseguida de intrépida exploradora al mejor estilo fantasía épica. Bajo
hacia el río y dejo a mi izquierda un pequeño puente de piedra para adentrarme
en un camino que conduce a una isla (mágica, por supuesto; probablemente con
tesoro oculto incluido) enmarcada por la bifurcación del cauce, que pronto
vuelve a cerrarse. El camino se abre ligeramente, y se estrecha de nuevo en un
sendero de tierra sinuoso. A ambos lados, vegetación espesa. A veces, forma un
arco ante mis pasos, y la luz se filtra entre el verde jugando a deslumbrarme.
Sigo avanzando, y a los lados se
abren tierras labradas. Huele a tarde, a tierra, a agua... El sendero desemboca
en un camino asfaltado que gira hacia la derecha. Más huertas. Casas.
Extensiones de hierba y árboles a ambos lados.
Elijo seguir por el camino exterior, que sigue combándose hacia dentro. El río a la
izquierda, bancos a la derecha. En el centro, yo, aún bañada por esa luz
evanescente. Llego al final cuando alcanzo de nuevo la cuesta que sube hacia el
Portal de Francia.
Un paseo redondo, vamos.
Ayer fue la primera vez que
estuve en el meandro de Aranzadi tras largos meses sin volver. Me hizo daño. Poco
queda de lo que recordaba. En su lugar, un erial lúgubre y unos bloques de
hormigón. Desgraciadamente, lo peor no es la tierra arrasada por las máquinas,
sino lo que va a serle impuesto a medida que avancen los trabajos del despropósito
de proyecto del Ayuntamiento. Un proyecto que dice pretender dar valor y
difundir el aprendizaje y el disfrute de las huertas, para lo que ha tenido que
destruir las que ya existían.
El absurdo, la rabia y la
impotencia.
Y el valor y la constancia de
quienes se están desgañitando intentando hacer ver que el emperador no lleva un
espléndido traje nuevo. Que no. Que dirá lo que quiera, pero el muy codicioso está
en bolas.
Batería de videos. Por todos ellos. Y por los que sabemos lo que hemos perdido. Y muy especialmente, por los que no lo saben.
A mí también, conciudadana. ;P Aunque en el exilio, ¿no?
ResponderEliminarAl principio te iba a pedir por favor que escribas más paseos, con fotos, me gusta pasear contigo (y ya sabes lo poco que salgo), luego he visto lo que ha motivado la entrada y solo puedo decir que dan ganas de montar una turba y acabar con los corruptos (el 95%) y con los que se llenan los bolsillos con proyectos como ese, :S
ResponderEliminarUn abrazo, preciosa mía
La verdad es que yo tampoco paseo mucho. Con las piernitas sobre el suelo, al menos (con la bici me siento más segura, fíjate tú qué cosas). Pero ese paseo me gustaba, y lo disfrutaba, y también lo podía hacer en bici! En fin, mi tragedia personal es una minuncia comparada con la de la gente que trabajaba y defendía esas huertas. Beso grande!
EliminarJo. Qué lamentable. Y qué maravilla de descripción del paseo, pequeña... me ha encantado.
ResponderEliminarComparto la rabia y la impotencia ante el absurdo. Es terrible lo que tenemos que aguantar.
Un abrazo, linda
Esta noche he soñado que hacía un viaje a territorio canario!!! ¿Quizás era la San Borondón de la Pirata Barbadeplata? Cuántos paseicos majos me daría por allí.......
Eliminarlo que ocurre se llama complejo de inferioridad, a los de los barrios bajos les gustaria ser ricos. y con una mala imitacion de los barrios altos creen que lo son.
ResponderEliminarEin?
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