En un cumpleaños me regalaron el primer número de la
serie “El Club de las Canguro”,
“La gran idea de Kristy”.
Los libros fueron un regalo espontáneo muy habitual durante mi infancia (ahora lo son bajo comanda, lo que resta bastante espontaneidad al asunto, claro que también minimiza los riesgos de hacerme con obritas que van a parar directamente a la caja “para el mercadillo de trueque”).
El caso es que me regalaron ese libro. Y el caso es también que hasta la fecha no me había topado yo con historias de ese tipo. Cómo definirlas… Desde mi óptica de lectora experimentada que va acercándose al apasionante mundo del conocimiento y la valoración LIJera, diría algo así como: facilonas, “para chicas”, de escaso valor literario. Desde mi recuerdo de niña en su noveno cumpleaños, tendría que decir: ¡nuevas!, ¡entretenidísimas!, ¡y con personajes muy guays!
En mi memoria, desde luego, es ésta la descripción que permanece.
Imagínate: había una Kristy con ideas geniales que saca adelante todo un proyecto emprendedor; una Mary Ann de lo más dulce y tímida que es la primera en echarse novio (la mosquita muerta…); una Claudia muy “exótica” (así iba ampliando yo mi vocabulario) que además era artista y hacía unas monadas increíble; una Stacey (en mi mente, se pronunciaba claramente Es-kay-tek, menudo disgusto cuando me enteré de cómo se decía en realidad) muy sofisticada y muy ligona; una Dawn (también me supuso una gran confusión fónica) que era “muy individualista” (fíjate tú), y que se convirtió de inmediato en mi favorita… Por no hablar de lo divertido que era leer sobre el sistema de organización que se habían montado: los criterios para la entrada de nuevos miembros, que si la tesorera, que si el diario, las cuotas, las reuniones y la atención a los “clientes”… En fin… todo de los más motivador.
Las canguro se cansaron de mí (me tragué todos los tomitos de la colección), y me presentaron a las gemelas de Sweet Valley (en una acción comercialmente muy acertada y cero sutil, con un anuncio de dicha pareja al final del último tomo).
Y, en fin, allá que me hice nuevas amigas. He de decir, sin embargo… que en esta ocasión sí comenzó a actuar el factor desgaste… Quizás porque eran no una, sino tres colecciones, con las gemelicas en el cole, el insti, y la uni respectivamente; y porque, a medida que yo crecía, me apetecía cada vez menos crecer con ellas. Tanto que de la colección azul claro de la uni, sólo me llegué a leer el primer tomo, y sólo por seguir un poco la onda de mis compis de clase, que se me habían enganchado con las Jessica y Elizabeth adultas. No fue mi caso, y eso que ya había sexo, depresiones, drogas y rock&roll (y matrimonios impulsivos con chicos malotes, creo recordar). No sé… el desgaste, como decía.
Y todo esto no habría sido más que un viaje lector más si no fuera porque supuso un coitus interruptus entre mis amantes los libros y yo. Vamos, que miraba los libros de mi estantería, y sentía apatía. Por primera vez en mi vida, no me apetecía leer.
En todo buen cuento siempre hay un personaje que saca al protagonista del atolladero en que invariablemente, en algún momento del periplo, cae. En mi historia particular no fue un hada madrina, sino mi madre, a secas. Y solucionó la trama con la misma efectividad que si hubiera tenido una varita (salacadula, chachicomula, dibi diba dibibú): con un relajante baño de espuma.
Sus sugerencias “¿por qué no lees un libro de esos que tienes en la estantería?, en vez de estas cosas que has leído últimamente…” habían sido recibidas por mis mohines de apatía.
Así que intentó otra aproximación: “Mira, hazme caso. Voy a prepararte un baño de espuma, te vas a sentir súper relajada. Y para cuando salgas, te habré elegido un libro. Ponte a leer, y luego me cuentas.”
La Dautremer inspiróse en mi historia para su Princesa Caprichosa.
Un baño relajante es difícil que falle en predisponer una mejora de humor. Pero es que, a la salida, me estaba esperando el bueno de Michael con su Ponche de los Deseos, que había estado durmiendo polvo en la balda ni sé cuánto tiempo. Las resonancias de esa historia todavía me palpitan: el fin de año, plumas de cuervo, don Sarcasmo, planes siniestros, gatos, relojes… Y sí, fuimos felices y devoramos más, muchas más, libro-perdices.
No es un final inesperado. Por suerte para mí. Es el final que me trajo de vuelta a… mí misma, en realidad.
Pero, ¿qué he querido decir con todo esto?
Pues para empezar, que estoy muy agradecida de que nunca me prohibieran leer un libro que yo quería leer. Es evidente que mi madre pensaba que lo que leía en un momento de mi infancia era basurilla (quedó más que claro en el episodio del baño de espuma, y en múltiples ocasiones cuando me recomendaba diversificar un poco mis lecturas), pero venía conmigo a la librería, y me compraba los libros. Lo mismo cuando, relativamente joven, empecé a leer sus propios libros. Nada más allá de algún comentario levemente disuasorio, pero que nunca se imponía.
Para seguir, que si bien la proposición “leer es mejor que no leer, por lo que sería conveniente incentivar la lectura” la catalogo en mi escaso repertorio de verdades universales (aun debatiendo incansablemente conmigo misma acerca de los motivos que subyacen, tema para un largo post, en alguna ocasión), lo que no tengo tan claro es todo lo que concierne a la valoración y selección de obras “adecuadas”, en general, y para el público más joven (más “incentivable”) en particular.
Es decir, no me atrevo a afirmar que existe una lista (un canon, que se dice en círculos selectos) de libros claramente recomendables; y más problemas todavía me causaría la elaboración de una lista con libros que NO deberían ser leídos. A fin de cuentas, la breve historia de la LIJ se ha visto mareada con recomendaciones y contra-recomendaciones de todo tipo, sometida a la moral imperante (o incipiente) de turno; usada vil y panfletariamente, con un estilo muy carlosterceriano (“todo para el lector/niño, pero sin contar con el lector/niño”). Pongamos de ejemplo los debates pretéritos y recientísimos en torno a la idoneidad o perversidad de las historias tradicionales del folklore, a las que se les ha acusado de emponzoñar las mentes de los niños vía, ojo, alelamiento, desarrollo excesivo de la imaginación, escapismo fantástico pernicioso (y aquí podríamos situar las críticas de tono moralista y conservador, pero como en todo discurso absurdo, éste puede dar la vuelta), y pervivencia de valores machistas (y aquí el absurdo nos mira haciendo el pino).
Entiendo que, en un primer estadio de esta discusión sobre criterios de valoración, nos topamos con la insoslayable necesidad de establecer una clara definición de eso que entendemos por LIJ (énfasis en la literaria L). Es decir, libros dirigidos a niños hay a montones, pero puede alcanzarse fácilmente un acuerdo general en que no todos son literatura. Ahora bien, una vez superado este primer estadio, ¿qué libros debemos promocionar? ¿Sólo los que cumplen criterios de literariedad? Dentro de ese grupo, ¿vale cualquiera? ¿Qué pasa con las obras de tipo didáctico? Evidentemente, existen de gran calidad. Y, ¿qué pasa con los libros que se caen –por su propio peso– de la bolsa LIJ por el agujero en la L (como mis canguros y mis gemelas, sin ir más lejos, y por no meterme en berenjenales citando títulos más recientes)?
Yo los regalé todos. En un arranque en parte motivado por la necesidad de espacio; y en parte haciendo alarde de un criterio nefasto y muy pedante de selección bibliográfica, me deshice de ellos. En pocas palabras: fui contra mi propio dogma, que reza algo así como “lee (haz/sé) lo te guste; disfruta, siente, ríe, llora, sueña…, hazlo con pasión, y que le den al resto”.
No se trata de desoír consejos (en mi caso, está claro que un consejo me llevó de vuelta al estado de enamoramiento lecturil). Se trata de construir un criterio propio, y tratar de defenderlo. En la lectura… y en la vida. Y en la vida, muchas veces, GRACIAS A la lectura, que de hecho nos convierte en personas críticas, inteligentes, y mejores (por ir desvelando parte de ese futuro post antes prometido). Un círculo la mar de virtuoso.
Para terminar, como de costumbre, unas palabras ajenas que expresan pensamientos propios.
Mis pensamientos:
La tremenda idoneidad de la diversidad de experiencias lectoras, los caminos para garantizarla (o sea, la importancia de DAR A CONOCER, como hizo mi madre cuando me presentó al señor Ende), el carácter no coercitivo ni déspota de dichos caminos, y la construcción por parte del lector de un criterio propio.
La expresión de los mismos en palabras de Teresa Colomer, de la obra “Introducción a la literatura infantil y juvenil”:
“La libertad del lector para formar sus preferencias se basa en el conocimiento de la enorme diversidad que tiene a su alcance. No se desea lo que no se conoce y, por lo tanto (…) [es esencial facilitar al lector] el reto de su apertura hacia nuevas experiencias.”
“Se tiende a establecer una media homogeneizadora que contempla sólo los mejores libros de entre aquellos que pueden gustar al mayor número de lectores. Pero es preciso tener en cuenta que los lectores de gustos minoritarios también cuentan. Hay que incluir, pues, aquellos libros que probablemente serán poco leídos en términos cuantitativos, pero a los que hemos otorgado la confianza de pensar que constituirán una experiencia importante para los lectores que se los apropien. En el otro extremo, es preciso también contar con libros (…) “seductores” (…) que, por alguna cualidad especial -su facilidad, su tema, la moda,- pueden incitar a leer a niños que han desarrollado un cierto rechazo (…) hacia la lectura.”
EDITANDO (el 18 de enero de 2012)
Sé que esto queda muy chapucero, pero el blog es mío y lo jodo como quiero.
Es que las he encontrado. Las exactas. Las clarísimas. Las súpercerteras.
Palabras, digo. De otro, cómo no.
Yo rompiéndome la cabeza con tanta canguro y tanto baño de espuma, sin saber muy bien qué es lo que quería decir. Y aunque Colomer me hizo un préstamo valiosísimo, resulta que la idea exacta que quería expresar la ha resumido como nadie monsieur Pennac (ya sé que me estoy poniento un tanto pesadita con él) hablando sobre dos de los derechos de su decálogo: el derecho a leer cualquier cosa, y el derecho al bovarismo ("enfermedad de transmisión textual" que toma su nombre de la más ilustre enferma de dicho mal, Emma Bovary).
Ahí queda eso:
"Así pues, hay "buenas" y "malas" novelas.
Las más de las veces comenzamos a tropezarnos en nuestro camino con las segundas.
Y, caramba, tengo la sensación de haberlo pasado "formidablemente bien" cuando me tocó pasar por ellas. Tuve mucha suerte: nadie se burló de mí, ni pusieron los ojos en blanco, ni me trataron de cretino. Se limitaron a colocar a mi paso algunas "buenas" novelas cuidándose muy bien de prohibirme las demás.
A eso lo llamo sabiduría."
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"Y luego decirse también que el bovarismo es -junto con algunas más- la cosa mejor repartida del mundo: siempre la descubrimos en el otro. No es extraño que a la vez que vilipendiamos la estupidez de las lecturas adolescentes, colaboremos en el éxito de un escritor telegénico, del que nos burlaremos tan pronto como haya pasado de moda. Las modas literarias se explican ampliamente por esta alternancia de nuestros entusiasmos iluminados y de nuestros repudios perspicaces."